lunes, 11 de abril de 2011

Crónicas del Pueblo del Fin del Mundo

4 am, mucho frío, un pueblo solitario, parque central.  Camino sin rumbo después de desembarcarme del bus con el ánimo de encontrar alguna pista que me permita seguir mi travesía.

En mi camino de confusión me encuentro con un borracho que se despierta cual zombie de película y que empieza a seguirme, sigo caminando y veo una unidad policial en la acera del frente, cruzo y me siento, el borracho aquel se sienta en la banqueta del parque y queda frente a mi vista, yo estoy sentado fuera de la unidad policial y por 45 minutos tenemos un espectáculo de fijación de mirada un poco chusca y un poco atemorizante, finalmente el borracho aquel se da por vencido y sigue su camino.

Me levanto y vuelvo a caminar sin rumbo y sin encontrar la respuesta que necesito en este camino sin mayor brújula, en una esquina de esas me parece ver un bulto arrimado en una banca de madera, sigo caminando y me doy cuenta que es una persona, la veo, me ve, no nos decimos nada, doy varias vueltas y al fijarme en mi absoluta soledad me envalentonó a preguntar: “Señora buenas noches, disculpe, ¿usted sabe a qué hora sale el próximo bus a Santiago?”… “Uuuuy joven el siguiente bus sale a las 9 de la mañana, yo también estoy esperándolo, así que habrá que tener paciencia…”.

Estoy en Méndez, provincia de Morona Santiago, oriente ecuatoriano, son las 5 de la mañana y hace mucho frío, he viajado ya por 5 horas y medias por un camino tortuoso, el cual preferí volverlo hacer por la noche ya que la vez anterior, en el día, me traumaron tanto sus desfiladeros, sus cascadas en plena carretera y sus derrumbes que decidí que si me tocaba morir al menos en la penumbra de la noche para no ser consciente de lo que me pasaba (disculpen el drama).

Un velo de enojo y desesperanza cruza por mi cabeza, combinada con incredulidad.. ¿y si la señora está equivocada?, a lo mejor es una viajante cómo yo y viene con la información que le dieron. Al poco rato esta mínima esperanza queda derruida cuando me siento unos momentos y le pregunto si ella va de viaje para allá y me contesta que ella vive 21 años en Santiago. Obviamente nadie mejor que ella puede saber a qué hora sale el bus.

Termino por convencerme que tendré que ver el amanecer sentado en esa banca solitaria de ese pueblo solitario, preguntándome ¿qué hago aquí?, ¿cómo la vida me ha traído hasta acá? Y sólo pidiendo que se prendan las luces del cielo pronto para que me permitan leer mi libro de soporte para combatir el aburrimiento de 4 horas de espera. Sigo en mis cavilaciones hasta que las interrumpen una pregunta: “¿y usted no es de por aquí, que lo lleva a Santiago?”.

Fue el comienzo de una charla larga con doña “Gladys”, oriunda del Sigsig y que tiene 21 años viviendo en Santiago y cuya charla dibuja más que nada la realidad de estos pueblos.

Doña Gladys comienza por contarme sus orígenes y que el seguimiento a su marido la motivó a marchar con “4 caballos y mis ocho hijos” a Santiago en busca de un porvenir mejor, a través del negocio de la madera y la carpintería de su esposo.

Me cuenta que viene de Cuenca comprando unos repuestos para las máquinas de su esposo “don Vásquez” (oriundo de Gualaceo), para que siga trabajando en lo que Gracias a Dios les ha dado tanto éxito: la carpintería.

Me cuenta que en su natal Sigsig tejía sombreros y que tenía unas pocas tierras que daban malas cosechas y que “allá no había porvenir”, por eso con su esposo decidieron seguir el camino de la madera que los llevó por las rutas del oriente hasta que llegaron a Santiago hace 21 años.

Me cuenta como inició viviendo en una covacha de madera con plásticos a la orilla de la carretera, la cuál había sido inaugurada dos años antes de que ella llegara y qué era de tierra y que estaba abierta una vez por semana porque el resto del tiempo estaba cerrada por los derrumbes, como con sus ocho hijos se internaba en la montaña para buscar madera y salir a vender luego de 10 a 15 días de caminata.

Me cuenta que ahí crió a sus hijos y terminó de “colonizar” el cantón, hasta que pudo comprar su lote donde su marido “paró” su casita. Me cuenta de los progresos de sus negocios y de la crianza de sus hijos.

Me cuenta que cuando llegó a Santiago mejor conocido como Tiwintza no había luz eléctrica, sólo entraba “un turismo oriental” al día y que sí no se alcanzaba a tomar el mismo había que caminar ocho horas hasta el siguiente pueblo.

Sigue hablando como motivada por una extrema necesidad de hablar con alguien, pero me doy cuenta que no es motivada por la soledad del momento, sino por su necesidad de conversar con alguien a quien transmitir su historia de vida. Apenas doy unas cuantas frases sobre lo que hago y que me lleva a esos lares, el resto es un monólogo de la señora, intercalado por mis preguntas ya que la conversación me interesó sobremanera.

Me cuenta sobre la vida en Santiago o Tiwintza durante la guerra del Cenepa. Tiwintza se encuentra a 15 minutos andando (6 minutos en carro) de la frontera con Perú y del destacamento “Soldado Monje” uno de los principales protagonistas del conflicto. Me cuenta como fue evacuado el pueblo por los militares y que ella envió a sus hijos a Cuenca pero ella y su esposo se internaron en la montaña porque debían seguir trabajando. Me cuenta como el pueblo se llenó de baterías anti aéreas, como veía caer helicópteros en llamas y el temblor de la tierra con los bombardeos.


Me cuenta también de los tiempos de paz, de cómo se interna en el río arriba para buscar madera, durante 2 días en el bote gabarra que la hace meterse en territorio peruano.

Me cuenta de los shuaras, de sus hijos, de sus hijas, de sus yernos militares, de la muerte de uno de sus yernos queridos, de sus hijos en EEUU que se fueron por la frontera, de su hijo el descarriado y de la locura que se le ha metido a su hija, ya que de la noche a la mañana “se le ha metido la locura” de estudiar en la universidad. Me cuenta que su esposo les dice a sus hijos molesto que no entiende por qué su empeño y pérdida de tiempo en estudiar y no tomar oficio como él que con su segundo grado ha logrado tener estabilidad económica.

Me contaba que estaba profundamente acostumbrada al calor y que odiaba al frío y que pensaba morir en el oriente.

Me contó como crío ocho hijos y cómo sigue criando 5 nietos de sus hijos fuera del país.

Me contaba como por casualidad había conocido las instituciones financieras y cómo había convencido, casi obligado, a su marido para que le firmara los papeles de su primer préstamo bancario, poniendo en prenda sus lotecitos con sus chanchitos.

Cuando ya veía los primeros albores de luz, me desayuno con una de las confesiones que más me estremecieron, en un momento de la conversación doña Gladys me dice: “con mi esposo siempre hablábamos que seguramente nuestros nietos verían la luz eléctrica permanente y el teléfono en Tiwintza… pero el año pasado este ángel llamado Correa nos mandó cuatro bendiciones de golpe en el mismo año, una carretera decente y que no se cerraba, la luz eléctrica interconectada y permanente, un banco nacional de fomento que hace que la gente retire su platita en Santiago y la gaste ahí mismo y el teléfono satelital en todas nuestras casitas”, por eso lo bendecía siempre y no entendía como “estos indígenas” podían oponerse.

Me contaba la felicidad de poder escuchar a sus hijos que le llamaran a cualquier hora y ya no tener que pagar “el dólar” por cada minuto de recepción de llamada que tenía en la única línea que había en el pueblo, del señor Gómez que en tono molesto siempre le comunicaba los recados de su hijo ó que, tuviera que caminar hora y media de subida y lo mismo de bajada para hacer una llamada de la torre de emetel en la montaña.

Expresaba su dicha incontenible al no tener sólo una ruta para su cantón sino con 3 frecuencias diarias y dos compañías distintas lo que resultaba en seis frecuencias de viaje de ida y de venida.

En principio me llamó profundamente la atención sus palabras y luego me avergoncé por mi cobardía y holgazanada de protestar por tener que esperar 4 horas por un bus, a doña Gladys no le importaba, esperar 4 horas era lo de menos después de haber tenido que caminar 8 horas para tomar un bus, de aguantar la guerra, los diluvios de la selva, la escasez de víveres, el no tener luz eléctrica, telefonía, el no poderse comunicar con los suyos y criar así ocho hijos y cinco nietos.

Aquella señora conocida en aquella banca lejana de ese pueblo lejano, en esa visión surrealista del orden de las cosas, me enseñó una de las lecciones más valiosas de mi vida. Los seres humanos siempre, por costumbre, añoramos lo que no tenemos y nos quejamos de lo poco que tenemos, pero no reparamos que lo poco que tenemos es lo que pueden añorar otras personas.

La felicidad de doña Gladys por los servicios básicos con los cuáles nosotros nacimos, crecimos y que son hasta imperceptibles para nosotros, me enseñó lo elemental de nuestras necesidades y lo compleja de nuestra satisfacción, ella feliz por una carretera, yo molesto porque no hay internet en mi teléfono inteligente. Ella feliz con la luz eléctrica y yo molesto por no ver mi twitter.

Algunas veces me he preguntado si doña Gladys era real o era una proyección de mi conciencia, pero el recuerdo de su despedida en el bus que tomamos juntos, me recuerda lo muy real de su presencia: “que le vaya bien joven, tomará mucha agua que acá hace mucho calor y bienvenido a la selva”.
      

P.D. en un próximo post les contaré la segunda parte de este viaje del pueblo del fin del mundo.


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